miércoles, 21 de septiembre de 2011

Introducción a la Historia de la literatura manchega en el siglo XIX



La literatura del siglo XIX en Castilla-La Mancha. Ensayo de un canon.

Ángel Romera Valero

A la hora de reseñar cuanto se ha escrito con algún valor estético o cultural en el siglo XIX en la meseta sur, asaltan al investigador algunas cuestiones metodológicas, una de las cuales, y no la menor, pese a la angostura de estas pocas páginas, es la de los límites cronológicos y geográficos que habría que dar a lo que se sitúa en las vagas regiones de lo cultural. Muchos escritores manchegos hallaron manida en otros lugares de España en busca de sustento, y algunos incluso, por motivos políticos los más, marcharon a otros países y continentes (Ignacio López Merjeliza, Félix Mejía, Juan Calderón, José Aguilar); unos pocos nacieron manchegos, pero los cambios geográfico-políticos los incorporaron a otras comunidades (Rafael Pérez, José María Huici); bastantes vinieron de fuera y se naturalizaron manchegos (León de Arroyal, Faustina Sáez de Melgar, Pedro Antonio Marcos, José Rogerio Sánchez); los hubo que nacieron en La Mancha por casualidad (José Estrañi, Miguel Echegaray) o manchegos que nacieron fuera por casualidad (Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones y cacique de Guadalajara) y, en fin, no pocos viajeros españoles (Francisco de Paula Mellado, Amós de Escalante, Sinesio Delgado) o hispanófilos extranjeros (Jean-Charles Davillier, Théopile Gautier, August F. Jaccacci, Richard Ford, George Borrow, Edmundo de Amicis, Karol Dembowski,[1] Sergéi Sobolevski etc…) escribieron sobre estas tierras, sus libros y sus hombres con más amor o curiosidad que bastantes de sus mismos naturales. El mismo Cervantes, cuya obra repercute también en este siglo, o la región de Madrid, cuya capital se ha descrito en no pocas ocasiones como un poblachón manchego, no están horros de tales consideraciones. 
La cronología también se ve afectada: ciertos títulos publicados a fines del XVIII pertenecen por su contenido al XIX y viceversa, y lo mismo ocurre en el quicio del siglo XX. Por otra parte, surgen de inmediato algunas preguntas que no cumple ignorar. ¿Está lo suficientemente estudiada la literatura castellano-manchega del siglo XIX? ¿Poseen, realmente, algo en común quienes escribieron bajo la denominación territorial de Castilla La Nueva (o Manchas Alta y Baja) y la comarcal de La Alcarria?[2] ¿Con qué criterios debemos valorar sus escritos? ¿Tuvo importancia para el conjunto de la literatura española? ¿Cuáles serían sus autores canónicos?
Por fortuna, la situación bibliográfica está ahora mejor que en 1963, cuando,  al mirar el Manual de bibliografía Española de don José Simón Díaz, se extraía la penosa conclusión de que el único manchego que escribió en el XIX y pasó al canon nacional fue don Mariano Roca de Togores; disponemos ya de algunos estudios de conjunto sobre la producción literaria en la región, en especial los de Gómez Porro, aunque falta muchísimo aún para una historia de la literatura castellano-manchega, porque se echan de menos no ya tesis y monografías, sino humildes investigadores que revisen, recojan y editen lo mucho que anda disperso por periódicos y revistas, cauces primarios en que se vertió la escritura del XIX, aunque no son tampoco menos necesarios las editoriales, las universidades, las diputaciones, los ayuntamientos, los mecenas, las asociaciones "culturales" y las cajas de ahorros que quieran editar estos trabajos, bastante más difíciles que los consagrados a figuras menos oscuras, como puede ejemplificar el hecho frecuente, que he notado y del que es preciso advertir aquí, de que se suele minusvalorar y despreciar, conociéndolas muy vagamente, a las figuras regionales, para que ello exima del esfuerzo de buscar sus obras, estudiarlas y analizarlas. Parte de este ensayo, pues, descubrirá autores inéditos o desconocidos y abrirá horizontes cerrados hasta ahora para el público en general.
Y, sin embargo, es cierto que no hubo núcleos importantes que articularan una respuesta cultural colectiva a los retos históricos y sociales, ni un mercado librario suficiente en una región de alto analfabetismo, muy ruralizada, con escasa burguesía y apenas ciudades importantes, a pesar del papel trascendental que a lo largo de la historia de la cultura desempeñaron enclaves como Toledo, sin ir más lejos; tanto Toledo como Albacete podrían haberlos constituido en el siglo XIX, pero su división ideológica (en que institucionalmente el tradicionalismo tuvo la mejor protección, financiación y cohesión) y su papel a menudo subsidiario respecto a núcleos más poderosos de atracción cultural como Madrid, Zaragoza o Valencia, sobre todo, sofocaron y desdibujaron, aunque no impidieron, el afloramiento de una respuesta cultural identitaria que, siempre que se constituía en forma de empresa colectiva, duraba poco tiempo sin disgregarse. Faltos de público ilustrado y de alientos, sus miembros terminaban por emigrar o abandonar una actividad literaria que a nuestros ojos aparece por ello como breve y fragmentaria, o tan discontinua y lagunosa como el Guadiana, pero real y existente, a pesar de su dispersión y atomización. Con frecuencia esta actividad era ancilar, formada por círculos de amigos en torno a algunas figuras notables venidas de fuera, de la misma manera inversa que destacados manchegos establecieron círculos literarios y culturales fuera de su propia región, como por ejemplo el mismo Mariano Roca de Togores. 
Los círculos manchegos se constituyeron en Toledo principalmente, a causa de su enorme tradición en ese aspecto: desde los círculos de estudiosos y poetas de Alfonso X el Sabio o los poetas toledanos en torno a Lope de Vega y Pedro Calderón de la Barca, siempre hubo en Toledo una antorcha activa, aunque con frecuencia muy apagada, en favor de la cultura. En el siglo XIX algo pareció resurgir con figuras como Julián Sanz del Río, Zeferino (sic) González, Bartolomé José Gallardo o Benito Pérez Galdós; los hubo también en Madrid -más que en Albacete- en torno a Mariano Roca de Togores o Bonifacio Sotos Ochando, cuya Sociedad de la Lengua Universal, articulada y con alguna vitalidad, y que publicó un Boletín, es la excepción que confirma la regla.
Si bien habían existido en el siglo XVIII Sociedades Económicas ilustradas que desarrollaron alguna actividad cuando consiguieron constituirse y vencer la oposición de las oligarquías locales (por ejemplo, León de Arroyal no lo logró en San Clemente, ni tampoco lo lograron los ilustrados en Ciudad Real), e incluso Sociedades Patrióticas (en el Trienio Liberal 1820-1823), muchas no rebasaron la fase nominal de creación y tuvieron, con excesiva frecuencia, que refundarse tras el parón que supuso para la evolución social y cultural de España el reinado de Fernando VII; aun así, en general, se tenía sólo por una especie de mérito pertenecer a ellas, no hacer algo con ellas, porque los munícipes recelaban de su papel fiscalizador.
Por otra parte se desarrolló una débil prensa casi siempre movida por ambiciones políticas efímeras, aunque hubo antes de 1868 algunos intentos de desligarse de esta esclavitud y consagrarse exclusivamente a materias literarias, pese a lo cual cabe decir que es la prensa manchega del XIX, de la que sólo nos quedan colecciones incompletas y estragadas, como bien sabe su principal estudioso, Isidro Sánchez,  el principal apoyo y fuente que tuvo la literatura regional en la época, sobre todo a partir de la ley de imprenta de 1883; el periodismo se desarrolló principalmente en Albacete y en Toledo, y tuvo una fuerza y persistencia mucho menor en otras provincias; fuera de las capitales, cundió la publicación de periódicos en poblaciones como Valdepeñas, Talavera de la Reina, Alcázar de San Juan y Hellín, por ese orden. Almadén, Puertollano, Tarancón, Tomelloso y Sigüenza tuvieron también alguna actividad periodística. Albacete poseyó una tertulia literaria durante la Guerra de la Independencia en torno al Conde de Pinohermoso que no pasó de unos años, a semejanza de la Academia de ese mismo lugar fundada en 1862. La Academia de Manzanares, en torno al farmacéutico y doctor en letras Pedro José Carrascosa, futuro obispo de Ávila, también se diluyó sin dejar apenas rastro escrito. Solamente tras la revolución de 1868 fructificaron algunas empresas culturales, como los ateneos, con frecuencia embebidos en o confundidos con los casinos, que organizaban concursos florales de poesía o ensayo y luego publicaban los premios; los hubo particularmente activos en Albacete y Cuenca; el Caracense, en particular, impulsó una curiosa rama de la Lingüística que tuvo en la Mancha un gran predicamento, las lenguas artificiales.[3] Es más, se constituyeron, al igual que en otras partes de España, sociedades arqueológicas y correspondientes de la Real Academia de la Historia. Pero el pragmatismo desarrolló una cierta “desviación pintoresquista” de la cultura manchega que primaba lo turístico sobre la pura y esencial necesidad de expresión. La no superada falta de una burguesía fuerte enfrentó a reaccionarios fanáticos (Agustín de Castro, Fermín de Alcaraz, Basilio Antonio Carrasco Hernando, fray Atilano Melguizo, León Carbonero y Sol), carlistas (Benigno Bolaños y Sanz, Manuel Polo y Peyrolón), conservadores (Diego Medrano y Treviño) y neos o neocatólicos (Carlos María Perier) contra los liberales del Krausismo que irradiaba desde Illescas, donde Julián Sanz del Río tuvo por discípulos a manchegos como Tomás Tapia, Nicolás Ramírez de Losada, Manuel de Llano y Persi o Manuel Sanz Benito; contra los librepensadores masones como Fernando Lozano Montes y Antonio Rodríguez García-Vao, contra demócratas como Alfonso García Tejero y Francisco Javier de Moya, contra liberales como Félix Mejía o Francisco Córdova y López, contra protestantes como Juan Calderón o escritores anarquistas como Anselmo Lorenzo. Por otra parte, los dispersos conatos de escritura regeneracionista no llegaron a tener trascendencia práctica (Rivas Moreno, por ejemplo, no logró crear una Caja de Ahorros en Ciudad Real, pero sí en los demás lugares de España).
Sin embargo, la progresiva alfabetización, los periódicos, imprentas, casinos, liceos y sociedades recreativas y culturales, la actividad teatral y musical, los nuevos institutos de enseñanza, las nuevas bibliotecas y museos fueron cambiando este panorama poco a poco, sobre todo a partir de la extensión del ferrocarril y la revolución de 1868; se recuperó en este siglo a algunos clásicos manchegos: las Obras de Doña Oliva Sabuco de Nantes (Escritora del siglo XVI)  por parte de Octavio Cuartero (1888), el Siglo de Oro en las selvas de Erifile editado por la Real Academia (1821) y las tres del Bernardo del Carpio o La derrota de Roncesvalles, (Madrid: Sancha, 1808, 3 vols., y Madrid: Rivadeneyra, 1851, por Cayetano Rosell, reimpresa en 1866, sin contar la selección en 1833 de la Musa épica de Manuel José Quintana) obras ambas del valdepeñero Bernardo de Balbuena,[4] y Hartzenbusch, con ayuda del impresor Manuel Rivadeneyra, editó sus dos famosos Quijotes en Argamasilla de Alba, en el que fuera tenido (hoy no se sostiene esta conjetura) como lugar de prisión de Cervantes o Cueva de Medrano, que forma los volúmenes III-VI de las Obras completas editadas por Cayetano Rosell, y el que precedió, a manera de ensayo y en octavo, un tamaño más manejable.
¿Y los rasgos de identidad de la literatura manchega? Bien es cierto que pueden columbrarse provisionalmente, bajo las imposturas del Nacionalismo y Regionalismo del XIX y del Autonomismo del XX, unas líneas más o menos continuas que señalan el fluir guadianesco de una tradición cultural, incluso de una presunta identidad manchega, que no habría que confundir ni mucho menos con un “carácter nacional” o volkgeist decimonónico, de esos tan desacreditados por la historiografía moderna. Estas líneas o hilos, que pueden servir para atar provisionalmente la mies de una literatura con rasgos en apariencia muy heterogéneos y variopintos, no se deben identificar, como tantas veces se ha querido hacer, con una mirada, un paisaje, unas costumbres o un libro, sino con una serie de rasgos temáticos bien definidos y más que menos persistentes, transmitidos por una cultura.
Entre estos, y en primer lugar, no poco paradójicamente, es preciso señalar el carácter universal y trascendente de la literatura manchega, su exocentrismo o poder integrador y vertebrador de otras tradiciones, que le hace sumarse a ellas y, al mismo tiempo, asumirlas. La literatura manchega ha sido una de las pocas en España, por no decir la única, capaz de producir mitos literarios trascendentes y universales como la Celestina, el Lazarillo, el Quijote, hecho que incluso ha llegado a pesar demasiado a la hora de definir los propios rasgos de una identidad más oscura y específica; porque estos mitos se han alzado a costa de otras obras que merecían mejor trato, consideración que podría extenderse también cronológicamente respecto a épocas que, como los siglos XVIII y XIX, han quedado oscurecidas por el brillante Siglo de Oro manchego.
En segundo lugar, hay un tema que se ha desarrollado más en la Mancha y con más fortuna que en otros lares: el de la libertad conflictiva, dando lugar a una literatura de humor también conflictivo muy específica y característica del modo de ser manchego y que contrasta con la severa religiosidad ascético-mística de Castilla-La Vieja; me apresuro a matizar que, si bien el elemento religioso fue, ha sido y es un elemento muy importante –y conservador– en la literatura manchega, los escritores ascéticos y místicos manchegos han sido por lo general de menor altura que los de otras regiones y que los numerosos casos de excepción y divergencia forman una categoría bastante más visible en la cultura manchega que en otras de su contorno; la figura misma de fray Luis de León, un ascético víctima de esa libertad conflictiva de la que vengo hablando al lado de los abundantes heterodoxos manchegos (el adopcionista medieval Elipando, erasmistas como los Vergara o los Valdés, protestantes como Ponce de la Fuente, Juan Calderón o Alfonso Ropero, krausistas, librepensadores...) de que hay constancia y que la manifiestan. 
El humor crítico, consecuencia de este esencial conflicto interno, es el cuarto de los elementos constantes en la literatura manchega y, por último, como rasgo definidor postrero y acaso el más discutible, la literatura manchega posee en el sueño de Italia algo misteriosamente permanente desde los Valdés y Garcilaso, pasando por Cervantes y Balbuena, por Gómez Ortega, Hervás y Panduro, los Catalina y Roca de Togores, hasta llegar a la obra de un Ángel Crespo o de un Francisco Nieva.

En el siglo XIX, por otra parte, tenemos una serie de movimientos estéticos que contaron con manchegos entre sus filas: un prolongado Neoclasicismo; el Prerromanticismo y Romanticismo; el Realismo, el Postromanticismo, el Naturalismo, los comienzos del Modernismo. También movimientos ideológicos: el Liberalismo, el Carlismo, el Neocatolicismo o Catolicismo liberal, el  Krausismo, el Librepensamiento, el Regeneracionismo. Focos de cultura y de discusión, como el de Toledo, a la vez reaccionario y liberal en torno a los amigos toledanos de Galdós, los krausistas de Illescas y los protestantes de Camuñas; en el siglo XIX, por ejemplo, se reeditan varias veces y se leen con pasión algunas obras de manchegos del Siglo de Oro que ahora mismo no hay manera de ver en las librerías.
Por otra parte, la literatura manchega del XIX plantea algunos problemas: ¿cómo debemos considerar a los manchegos que, como Don Quijote, abandonaron su patria y volvieron para morir en ella, como Félix Mejía? ¿Debemos incluir a los autores que han escrito obras esenciales sobre La Mancha, algunos de ellos todavía desconocidos?
Con esto vengo a abordar otro de los problemas reseñados: el de los criterios necesariamente amplios que tiene que emplear la elaboración de un canon de literatura regional del XIX. Así, habrá que contradecir a Menéndez Pelayo, o más bien a sus seguidores, introduciendo heterodoxos, mujeres, liberales, autores de interés más bien popular y escritores que destacaron en géneros no considerados muy literarios entonces; inversamente, haremos caso a Menéndez Pelayo cuando protesta de que no se incluya la literatura en latín.


    [1] El barón Charles Dembowski hizo el habitual itinerario pasando por Ocaña, Tembleque, Madridejos, Puerto Lápice y Santa Cruz de Mudela durante la primera guerra carlista, lo que narró en Deux ans dans en Espagne el en Portugal pendant la guerre civile 1838-1840. Paris: Charles Gosselin, 1841. En cuanto a Sobolevski, acudió a comprar libros a España y se quedó algún tiempo; se entrevistó con Gallardo en su finca de Toledo, lo cual cuenta en “Lettres d’un bibliophile russe à un bibliophile français” (1850), traducido como Bibliofilia romántica española por Joaquín del Val, con notas de Antonio Rodríguez-Moñino (Valencia: Castalia, 1951). Esta última obra no aparece en el conocido repertorio de Raymond Foulché- Delbosc.
    [2] Existió cierto nacionalismo castellanista o casticismo, análogo al desarrollado en el siglo XIX por toda Europa, y se han documentado tendencias políticas en ese sentido (cf. Isidro Sánchez y Rafael Villena, Testigo de lo pasado… 2005) sin trascendencia notable.
    [3] La Mancha ha dado grandes lingüistas, como Lorenzo Hervás y Panduro, Francisco Fernández y González o Tomás Navarro Tomás. Fuera del Boletín de la Sociedad de la Lengua Universal de Madrid, que intentaba desarrollar la lengua universal de Bonifacio Sotos Ochando, existe una Revista del Ateneo Caracense y Centro Volapükista español (1888-) publicada en Guadalajara y que puede consultarse en línea, fruto de la pasión por el Volapük o lengua universal de Shleyer de Francisco Fernández Iparraguirre (Guadalajara, 1852 – íd., 1889). Fernández Iparraguirre publicó una Gramática de Volapük, un Diccionario Volapük-Español y una revista internacional titulada Volapük, que se unió con la del Ateneo Caracense al fusionarse esta sociedad con el Centro Volapükista Español fundado por éste con Nicolás de Ugarte en 1886.
    [4]  Frente a esta admiración decimonónica por el poeta manchego en el XIX, en el siglo XX la obra mayor de Bernardo de Balbuena  ha sido olvidada completamente.

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